Sandrita y yo nos conocemos desde hace años. Es nuera de Cristi, quien ha trabajado en mi casa desde siempre. Cristi conoció a mi abuela, y gracias a ella, la conocí yo. Primero a Cristi, después a Sandrita. Así empezó todo.

Crecimos juntas, entre veranos, inviernos y Semanas Santas en la casa de campo de mi abuela. Años de vernos, de compartir, de formar parte del paisaje de la otra.

La pandemia fue, sin querer, un regalo: la última temporada larga con mi abuela. Estábamos las cuatro: mi abuela, mi madre, Sandrita y yo. Sandrita empezó a conocerme de verdad. Aprendió cómo me gustaba el café y, desde entonces, me lo preparaba cada mañana. Íbamos al mercado, caminábamos, hablábamos. Sin prisa.

Un día me dijo que quería ayudarme con el huerto que tanto he postergado. Fue su forma de decir: estoy aquí. Nos hicimos amigas.

Cuando la fotografié, la vi distinta. Serena, fuerte, luminosa. A veces pienso que no se da cuenta de la vida tan hermosa que tiene: campo, animales, familia, calma. Una vida sin ruido.

Cada vez que vuelvo, me dice que la abandono. Que ya no la visito. Me pidió que le comprara el vestido de graduación de su hija. Lo hice con gusto. Me conmovió que pensara en mí para algo así.

Lo que Sandrita no sabe es que ella es uno de los últimos hilos que me atan a mi abuela. Estar con ella es estar un poco con esa vida que ya no está. Y que tanto extraño.

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Conociendo a mi casera.